Reflejos ambarinos y rojos coronaban toda la estructura de maderos, jaras y desechos que el tiempo había señalado como aptos para la quema. Toda la actividad que había precedido a ese día se pausaba en un momento, en el que el niño, extasiado, observaba la danza de las llamas. Y no era fácil. Un festival de explosiones competía en protagonismo con las cortinas de humo que expelía la candela. Pronto optó por abandonar aquel estado estante…
Las campanas de la torre marcaban oficialmente el comienzo de la fiesta en las vísperas del día de la Inmaculada. Los niños impacientes esperaban que los maestros pusieran fin a la jornada escolar que ese día acortaba su horario, no sin antes haber envidiado a todos los que se habían ausentado de las aulas y que pensaban ellos, ya estarían en labores de montaje. La sirena del colegio marcó el fin de la clausura. Ríos de niños fluían a contracorriente por la calle Iglesia arriba. El dulzor de los caramelos atraía a esta recua cual Flauta de Hamelín zalameña. Tropiezos, empujones, caídas. El botín debía de ser lo más amplio posible. Algunas lágrimas brotaban de los ojos de los más cercanos a la torre. No eran de tristeza, ni de alegría, sino de los golpes que algún caramelo en su descenso desde el tejado de la Iglesia había propinado a su pasivo receptor en la mollera. No era cuestión de estar allí mucho tiempo. Las primeras labores de trabajo esperaban ya en el llano de la candela. En el caso de Juan, la Plaza de Toros esperaba su llegada….
Dos meses antes se había puesto en marcha el rito anual de recogida de leña. El ansia de construir una gran candela, superaba la lógica del deterioro de la jara acumulada al aire libre durante tanto tiempo en época de lluvia. En primer lugar, la búsqueda del emplazamiento. Los corrales de cada uno, menos del que lo proponía, salían a la palestra. Discusiones sucesivas hasta que se llegaba a un acuerdo. Juan, mientras tanto, inmerso en su mundo, hacía discurrir su imaginación por el corral. Grandes haces de leña virtuales adornaban el hueco ocioso que en realidad presentaba el lugar. “Pum, Pum” Varios golpes secos le sacaron de su retiro. Dos de sus compañeros escenificaban batallar con “esparrigüelas” de eucalipto como armas. Tras el juego, la búsqueda de pareja. La zona de la Morita y el monte de pinos del Marsal sería el lugar apropiado para “acarrear leña".
Un gotear constante de hormigas trabajadoras rasuraba cada fin de semana la zona asignada. Los sábados por la mañana iban solos los niños. Por la tarde les acompañaba algunos padres, que irradiaban más ilusión que algunos de los más jóvenes. Daba gusto verlos, olvidando por unos momentos los problemas que vivía la Mina. De esta manera la montonera verde de jara había ido creciendo cada día, aunque las lluvias habían echado a perder parte de la misma…
Juan, con los bolsillos llenos de caramelos, llegaba nervioso a la Plaza de Toros. Al torcer la esquina de Manuela Cuevas ya estaban allí los demás. Los primeros palos que iban a componer el esqueleto de la candela estaban esparcidos por el llano. El almuerzo estaba cercano en el tiempo, por lo que tuvieron que hacer turnos de guardia para que gente de otras calles no le robasen su trabajado botín. Tras la comida, aparecieron ya los primeros padres, convertidos en accidentales oficiales de obra. Tras muchos viajes y trabajo, la candela adoptó la que iba a ser su forma definitiva. La noche, acogió los últimos detalles en su penumbra: la viruta en el corazón y la bandera presidiendo la cúspide… Las ropas tremendamente sucias y pringadas de jara debían de ser sustituidas para la hora de prender la candela. En esos momentos en su casa, Juan se apremiaba para sustituir los bolinches del saquillo por petardos y bengalas comprados los días anteriores. La raya al lado en su encrespado cabello dictó el fin del acicalamiento .Un par de hachas completaron su equipo. En breves minutos las campanas de la torre señalarían la hora de comienzo. “Tim,Tim,Tim ……... una cerilla se acercó al cúmulo de cartón y viruta y la primera llama se generó en sus entrañas. La fiesta ya estaba servida.
A. Castilla
Las campanas de la torre marcaban oficialmente el comienzo de la fiesta en las vísperas del día de la Inmaculada. Los niños impacientes esperaban que los maestros pusieran fin a la jornada escolar que ese día acortaba su horario, no sin antes haber envidiado a todos los que se habían ausentado de las aulas y que pensaban ellos, ya estarían en labores de montaje. La sirena del colegio marcó el fin de la clausura. Ríos de niños fluían a contracorriente por la calle Iglesia arriba. El dulzor de los caramelos atraía a esta recua cual Flauta de Hamelín zalameña. Tropiezos, empujones, caídas. El botín debía de ser lo más amplio posible. Algunas lágrimas brotaban de los ojos de los más cercanos a la torre. No eran de tristeza, ni de alegría, sino de los golpes que algún caramelo en su descenso desde el tejado de la Iglesia había propinado a su pasivo receptor en la mollera. No era cuestión de estar allí mucho tiempo. Las primeras labores de trabajo esperaban ya en el llano de la candela. En el caso de Juan, la Plaza de Toros esperaba su llegada….
Dos meses antes se había puesto en marcha el rito anual de recogida de leña. El ansia de construir una gran candela, superaba la lógica del deterioro de la jara acumulada al aire libre durante tanto tiempo en época de lluvia. En primer lugar, la búsqueda del emplazamiento. Los corrales de cada uno, menos del que lo proponía, salían a la palestra. Discusiones sucesivas hasta que se llegaba a un acuerdo. Juan, mientras tanto, inmerso en su mundo, hacía discurrir su imaginación por el corral. Grandes haces de leña virtuales adornaban el hueco ocioso que en realidad presentaba el lugar. “Pum, Pum” Varios golpes secos le sacaron de su retiro. Dos de sus compañeros escenificaban batallar con “esparrigüelas” de eucalipto como armas. Tras el juego, la búsqueda de pareja. La zona de la Morita y el monte de pinos del Marsal sería el lugar apropiado para “acarrear leña".
Un gotear constante de hormigas trabajadoras rasuraba cada fin de semana la zona asignada. Los sábados por la mañana iban solos los niños. Por la tarde les acompañaba algunos padres, que irradiaban más ilusión que algunos de los más jóvenes. Daba gusto verlos, olvidando por unos momentos los problemas que vivía la Mina. De esta manera la montonera verde de jara había ido creciendo cada día, aunque las lluvias habían echado a perder parte de la misma…
Juan, con los bolsillos llenos de caramelos, llegaba nervioso a la Plaza de Toros. Al torcer la esquina de Manuela Cuevas ya estaban allí los demás. Los primeros palos que iban a componer el esqueleto de la candela estaban esparcidos por el llano. El almuerzo estaba cercano en el tiempo, por lo que tuvieron que hacer turnos de guardia para que gente de otras calles no le robasen su trabajado botín. Tras la comida, aparecieron ya los primeros padres, convertidos en accidentales oficiales de obra. Tras muchos viajes y trabajo, la candela adoptó la que iba a ser su forma definitiva. La noche, acogió los últimos detalles en su penumbra: la viruta en el corazón y la bandera presidiendo la cúspide… Las ropas tremendamente sucias y pringadas de jara debían de ser sustituidas para la hora de prender la candela. En esos momentos en su casa, Juan se apremiaba para sustituir los bolinches del saquillo por petardos y bengalas comprados los días anteriores. La raya al lado en su encrespado cabello dictó el fin del acicalamiento .Un par de hachas completaron su equipo. En breves minutos las campanas de la torre señalarían la hora de comienzo. “Tim,Tim,Tim ……... una cerilla se acercó al cúmulo de cartón y viruta y la primera llama se generó en sus entrañas. La fiesta ya estaba servida.
A. Castilla