lunes, 5 de diciembre de 2005

Los Caramelos

Recuerdo el día siete, subiendo la calle de la Iglesia, desde la escuela, con los libros que luego dejábamos en los altozanos de la torre para coger los caramelos.

Ese día, nos dejaban salir antes, para que a la hora del Ángelus estuviéramos esperando debajo de la torre. Empujones, codazos y hasta alguna patada para posicionarnos en el mejor lugar para la lluvia de caramelos.

A las doce, como siempre, como antes y como ahora, repicaban las campanas. “El angel del Señor anunció a María. Y concibió por obra del Espíritu Santo”. El Ángelus, la Inmaculada Concepción de María, se anunciaba a todos los puntos cardinales de mi Zalamea con un repique de campanas. Nosotros abajo esperábamos los caramelos que tardaban en caer.

Recuerdo los días desapacibles de diciembre, los nubarrones negros, el aire tirando desde El Villar. El frío en las manos. Los caramelos que se hacían polvo al caer desde la terraza de la entrada de las bóvedas al suelo. Algunos nos daban a nosotros encima…
Pisotones en las manos frías, empujones y más caramelos a la bolsa.

La impaciencia de todo el día. Terminar de comer para ir por la leña. Seguir almacenando leña para la candela de la puerta de la Antonia, en la Calle San Sebastián.

La impaciencia de encender la candela. Ni siquiera porque la nuestra fuera de las mejores, porque no lo era. Porque queríamos el fuego, inflamarla, que saliera ardiendo.
Recibir el calor, quemar la hachas, tirar los petardos.

Los caramelos caían. Años después yo mismo subía a la terraza de las bóvedas y era el encargado de tirar los caramelos. La alegría de ver a los chiquillos esperando los caramelos y de volver a una tradición de años en la que todos habíamos participados era una satisfacción que difícilmente es superable.
F.J. Agudo