Cuenta él que apenas dos meses antes de nacer, su madre vio en plena calle de la localidad onubense de Zalamea la Real, su pueblo natal, cómo mataban a un hombre. Eran los albores de la Guerra Civil española, y ahora, 74 años después, los especialistas relacionan su hiperactividad con el estrés que aquella lúgubre situación provocó en su madre, estando él aún en su interior. Su nombre es Manuel Pichardo Bolaños, y lleva una década investigando los efectos de aquella fratricida guerra y la consecuente represión en las poblaciones de la Cuenca Minera onubense.
“Lo hago por justicia social, por afición, porque familiares míos fueron fusilados, para colaborar con la memoria histórica y porque quiero publicar un libro”. Y es que este perito industrial, miembro de la Asociación Andaluza Memoria Histórica y Justicia, zalameño de nacimiento, que emigró a Barcelona donde formó su familia, vuelca todas sus energías desde que se jubiló en dar la mayor luz posible a los oscuros acontecimientos que en la comarca andevaleña-minera pasaron durante los años del enfrentamiento civil.
El pasado 28 de diciembre, la Junta de Andalucía hizo público el Mapa de Fosas Comunes de Andalucía, y en lo que a Huelva se refiere la estimación del Gobierno autonómico es que 6.019 víctimas fueron sepultadas en un total de 120 fosas, siendo su localidad natal, Zalamea la Real, con cinco, la que más fosas, junto con Alosno, Niebla y Valverde del Camino, tiene identificadas: “Pero son más de cinco”, asegura él, basándose “en lo que dice el pueblo”.
La acidez de los arroyos
La mañana que Manuel Pichardo atendió a Viva Huelva el sol lucía en Zalamea la Real. Lo recogemos en el juzgado del pueblo, donde recopila, recopila y recopila toda la información que le es posible. Comenzamos el paseo. Enfilamos una cuesta arriba que nos saca de la población y nos sitúa directamente en un cruce de la carretera A-478, la que lleva a El Villar y a Calañas. Justo al lado de las señales de distancia de población comienza un camino rural, el camino de servidumbre de la huerta del Valle Redondo. Caminamos cuesta abajo, escoltados por encinas de un verde intenso, paisaje típico de la dehesa onubense, y una vegetación sublimada por la luminosidad del día. Una alargada alambrada, situada casi en línea recta, separa el arenoso y pedregoso camino de la propiedad privada.
Llega un momento en el que la alambrada deja de ser casi recta, y se torna curva, muy curva: “La dueña de la finca la puso así para que la fosa no quedara encerrada”. Allí está una de las fosas identificadas en Zalamea la Real. Tapada por altas hierbas, apartadas por Pichardo para que Viva Huelva obtuviera la fotografía, una cruz desvaída, inclinada y oxidada corona un pequeño montículo. Frente a ella, un pequeño jarrón con flores de plástico simboliza el recuerdo hacia las dos personas que abajo reposan: Ramón Delgado López y Juan Manuel Guerrero Cacho, afiliados a la CNT (los anarquistas), que perdieron la vida por bando de guerra el 30 de septiembre de 1937. Lindando con este inhóspito espacio para que repose la muerte, un estrecho arroyo. “Los que mataban, después de todo, eran muy listos, y enterraban a la gente muy cerca de los arroyos, que sus aguas por aquí son muy ácidas, y se aseguraban que los cuerpos se descompondrían”.
Es un pequeño ejemplo dentro de un enorme despropósito, en una época de odio radical, vidas en el alambre y muertes indignas de personas que, con esfuerzos como el de Manuel Pichardo, no quedarán en el olvido. Y para nosotros, las recopilaciones de Pichardo han de servir para no volver a caer en los mismos sanguinarios errores de aquella época en la que en España el hombre enterró su dignidad en vete tú a saber cuántas y cuántas y cuántas fosas.
Breve historia de la confianza de una mujer en un cura que acabó en traición asesina
Cuentan los viejos del lugar que ‘La Modestita’, Modesta Vázquez Castilla, cumplía diariamente con su católica obligación de ser confesada. Lo hacía antes de que estallara la guerra, y no abandonó este hábito cuando la confrontación provocó que el odio se instalara entre los vecinos, el miedo fuera compañero de mesa y paseo, y el escondite, la única forma de sobrevivir de muchos, demasiados. Uno de ellos, el marido de ‘La Modestita’. Buscado por los falangistas, Ramón no se asomaba a la calle de un tiempo atrás. Cuentan los viejos del lugar que a ‘La Modestita’ la confesaba un tal José Arroyo, un cura valverdeño instalado en El Villar, quien, ante la búsqueda infructuosa de los falangistas, comenzó a indagar en las confesiones. Cuentan los viejos del lugar que en una de esas confesiones, ‘La Modestita’ acabó diciéndole al cura dónde se escondía su marido, confiando en eso que llaman secreto de confesión. Pues se quedó sólo en confesión, porque nada de secreto. Dos horas después, Ramón Delgado López fue pillado en el doble fondo del armario de su casa, fue capturado, le fue aplicado el bando de guerra, fusilado, y enterrado en el Valle Redondo, al filo de un arroyo, junto a su compañero Juan Manuel Guerrero Cacho, quien intentó proteger su vida escondido bajo unas tablas, pero también acabó siendo capturado. Es una breve, muy breve, brevísima historia de un cura traidor y cómplice en una época en la que en pueblos como Zalamea la Real, la delación y el chivatazo eran vicios convertidos en virtudes para poder sobrevivir a la barbarie.