Envejecido por el estío incesante de un temple sin tregua, se retira al descanso. Nuestra tierra reposa su jugo tras un paso de ferviente brío y exaltación descontrolada. A la siesta de adormecidas nubes, se aletarga por el efecto invernadero que aplaca su ímpetu lozano. Clima, el nuestro, castigador e impetuoso, que se adueña de una damisela en su plena efervescencia de vida y plenitud.
El chirrido cansino de la incesante tarabilla, asorde el alegre canto del poeta enamorado de la sustancia hecha con decoro y armonía. Al paso del caminante, cruje en su sopor de abandono y ahogo. Pavoroso a los trances de un verano que pueden quemar su alma eterna y perecedera, nos muestra su cara más arisca, como pidiéndonos que no lo molestemos en su transitoria retirada.
El chirrido cansino de la incesante tarabilla, asorde el alegre canto del poeta enamorado de la sustancia hecha con decoro y armonía. Al paso del caminante, cruje en su sopor de abandono y ahogo. Pavoroso a los trances de un verano que pueden quemar su alma eterna y perecedera, nos muestra su cara más arisca, como pidiéndonos que no lo molestemos en su transitoria retirada.