lunes, 31 de agosto de 2009

Tu verano...

UN DOMINGO DE VERANO CUALQUIERA

La medianoche se acerca.

En el porche de la casa estamos sentados mi abuela Dolores “la de Santelmo”, mi madre y yo. El silencio de la noche en el campo lo envuelve todo y permite escuchar sonidos que en cualquier otro lugar serian imposibles de oír. Los perros que guardan las cabras ladran, ¿Algún zorro?, ¿Un lobo?...Un búho...El ruido de los árboles azotados por una suave brisa. En la ribera que trae el agua desde el Pilar de la Indias”, cantan las ranas a una luna llena esplendorosa.

Miro al cielo y contemplo una bóveda inmensa llena de luces parpadeantes. Allí está el carro chico...y el grande...la estrella “clavá”... y aquella que tanto brilla ¿Cual es mamá?

Algunos cientos de metros más arriba, hacia el norte, mi otra abuela Dolores, seguramente está mirando este mismo cielo, mientras espera la llegada de su hijo Eusebio (es hermano de mi padre) que viene de trabajar en la mina.

Mi abuela es la que cuida de San Vicente. Todos los días le limpia su casa, y de vez en cuando habla con Él... ¡Sí, yo lo he visto!... pero nunca entendía lo que lee decía.

De pronto... ¡Mamá, mamá, he visto caerse una estrella!...Cierra los ojos y pide un deseo, anda, (me dice mi madre). Cierro los ojos y pido un deseo: Al poco, éste se cumple. A lo lejos se ve una pequeña luz que alumbra el camino. Poco a poco se va haciendo más grande. ¡Es mi padre que viene de la mina! Llega ...¡Buenas noches!, y nos da un beso a los tres...¿o no nos lo da? Se le nota cansado.

Tres veces murió de frío
el grito de la sirena,
y en la estación de los sueños
el tren de la mina espera.

(J .María Morón. “Mineros de estrellas”.)

A veces me cuenta cosas de donde trabaja.¡En el fondo de la tierra!. Papá ¿Y tú allí no ves el sol?

Ya es medianoche. Mi abuela Dolores “la de Santelmo” se levanta, pone su mano sobre mi cabeza y... anda, a la cama y mañana será domingo si Dios quiere. (Mi abuela y yo dormimos juntos).

Caigo en la cama redondo y a los pocos segundos estoy “cuajao”.

La noche se apodera de la casita, todo se vuelve un silencio de estrella y la luna llena se hace señora de los espacios reflejando su luz prestada en las aguas cristalinas de “La Fuentecita”.

Amanece. El reloj del campo empieza a sonar a lo lejos. Un aroma que me es familiar me despierta, es café portugués. Entre las tinieblas del sueño imagino ver a mi madre abanicando el fuego de carbón para que la olla del café se haga.

Mientras, mi padre se lava la cara en una palangana; fuera, en el porche de la casa. Debe ser muy temprano pues apenas entra un hilo de luz por la puerta entreabierta

Intento levantarme... ¿Dónde vas tú tan temprano renacuajo?, me riñe mi abuela Dolores “La de Santelmo”. Y me tengo que quedar en la cama con ella”

El café termina de hacerse. Mi padre espera un poco, “que se asiente”. Comienza el ritual. Coge su tacita preferida decorada de flores (¿De Aroche?). Vierte un poco de café en ella, (“Sólo un buche”). Le enseña el azúcar, muy poca, y lo mueve parsimoniosamente. El café hace olas en su taza, pero no se desborda. Lo acerca a su nariz, lo huele. Después a sus labios y lo saborea. Se lo toma despacio; no hay prisa pues aún es temprano..., un último sorbo.

Se levanta, coge la hoz y la mira, ¿Con odio? Sin embargo la afila mimosamente, con cuidado. Va a ser su compañera durante muchas horas. ¡Al sol! Se coloca “El entrepecho” (O mandil, “La manija”, “El deil”, “Los manguitos”, “La correa”...repasa y se asegura de que está todo. La cantarilla, llena de agua del pozo.

Apenas amanece; abre la puerta y desaparece tras ella.

No sé qué hora es cuando me levanto. Seguramente me habré quedado dormido otra vez.

Escucho al cabrero llamar (Miguel, el de la Romana), “esto pa el niño”. Deja un poco de leche de cabra que sabe a gloria. Mi madre la cuece no sé cuántas veces.

Cojo mi tazón. Mi abuela Dolores “La de Santelmo” me miga pan hasta que ya no cabe ni el aire. Le pone un poco de café portugués y lo llena de leche de cabra. Me da el azucarero, y por mi cuenta rocío azúcar entre los migajones de pan hasta que ya no cabe más. Eso no era café con leche, era un caramelo. Me encantaba.

Deben de ser las diez de la mañana. “Venga, vamos a llevarle un bocao a tu padre y un poco de agua fresca”, dice mi madre. En unos minutos llegamos donde mi padre.

Está en medio de un mar de espigas doradas al sol. Las primeras horas del día han debido ser suaves, pero ya empieza a hacer un calor sofocante. Y allí esta mi padre, agachado. Con su mano izquierda, (donde lleva el deíl colocado para protegerse de la hoz), como un manojo de espigas, lanza la hoz y quedan en sus manos con un corte limpio,…otro y “zas”…y otro… y otro… Ata el “rempujo” con la misma paja y lo pone en el suelo. Y sigue agachado, sin levantarse y…”zas”…”zas”…otro…y otro.

Cuando llegamos a su altura mi padre se levanta y nos mira. Por su frente corren verdaderos ríos de sudor. Coge el pañuelo que lleva atado al cuello y se seca. Mi madre le acerca el agua, recién sacada del pozo y da un trago muy largo. Cerca hay unos olivos y mientras mi padre se come “El bocao” a la sombra yo persigo “toreros” entre los juncos de las riberas que trae el agua desde “El pilar de las Indias”.

Saca el librito y la petaca. Lía un cigarro. Le da un certero golpe al mechero de yesca y lo enciende. Una profunda chupada, y una enorme nube de humo sale entre sus labios. Respira hondo, cansado. Aún le quedan horas al sol, agachado, haciendo “Reempujos” de espigas. Una última chupada y al tajo. Coge su hoz. Se agacha y… zas…zas.

Mi madre y yo nos quedamos un buen rato con él. Cogemos los “Reempujos” y los atamos haciendo gavillas colocándolas de pie en el suelo. ¡Cada seis reempujos una gavilla!, dice mi padre.

Alguna hora después. Bueno Pedro, nos vamos que hay que hacer la comida y se nos está haciendo tarde.

Por el camino miro hacia atrás y contemplo como mi padre va poco a poco desapareciendo en la inmensidad de ese mar de mieses secas. Cuando termine de segarlo (¿Ocho, diez fanegas?) el dueño de ese mar de gavillas le pagará a mi padre la cantidad de veinticinco pesetas. Cuanto trabajo por tan poco.

Llegamos a la casa y mi abuela ya la tiene limpia y fresquita. El suelo es de piedra, lo ha regado y está húmedo.

Ha cogido higos chumbos. Con un escobón de hojas de palmas (los hacía mi padre) los restriega por el suelo para quitarles las espinas. Coge uno y lo limpia con un poco de agua. Le da unos cortes y le quita la piel. Lo trocea y lo pone en un plato. Me mira y se ríe. ¡Cómetelo! Me dice. Yo la obedezco y me lo como. Sabe a gloría. ¿Otro abuela?

Llega el mediodía. El sol cae a plomo, como si quisiera aplastar contra el suelo todo aquello que se mueva. Corremos la cortina para oscurecer la casa. Mi madre pone la mesa pues mi padre estará a llegar. Comemos.

Fuera, las chicharras entonan su canto al sol.

Ahora todo en silencio. Ha llegado la hora de la siesta. ¡Qué larga se me hace, sin poderme mover!

Empieza a caer la tarde.

Mis padres se disponen a dar un paseo, y yo con ellos.

Nos alargamos hasta la zapatera. En el camino nos cruzamos con el cabrero. Mi padre lía un cigarro con él, lo mira, y sin decírselo, le agradece con su mirada la poquita leche de cabra que todos los días deja en casa “pa el niño”.

La noche se acerca.

Nos volvemos, por Zalamea ya sale la luna llena.

Cenamos y nos sentamos al fresco. Esta vez estamos todos. Mi abuela Dolores “La de Santelmo” mi madre, mi padre y yo. (Algunos centenares de metros más arriba, mi otra abuela Dolores, la que cuida a San Vicente…, y habla con él… ¡Sí, que yo lo he visto…! También estará sentada al fresquito y mirará las mismas estrellas que miro yo. Mañana lunes iré a verla).

Otra vez el silencio lo va envolviendo todo. Nosotros tampoco lo rompemos, tan sólo contemplamos la inmensidad de cielo.

Seguramente mis padres han echado a volar sus recuerdos. ¿Recordarán todo aquello que dejaron atrás para venir a probar fortuna a estas tierras?

Un suspiro que sale de lo más hondo del alma nos vuelve a todos a la realidad.

Queda poco para la media noche.

Mi padre saca el librito, la petaca de mi abuelo, grabada a mano con sus iniciales, (que yo conservo), y lía el último cigarro del domingo. El mechero de yesca. La golpea con la palma de la mano, salta una chispa, sopla y la yesca se ilumina. Acerca el cigarro y chupa profundamente. Una nube de humo sale entre sus labios. Parece relajarse.

Corre una brisa agradable.

Una última calada.

Las campanadas de la torre llegan nítidamente. Una detrás de otra hasta llegar a doce.

¡Se ha acabado el domingo!

Mi abuela se levanta, pone su mano en mi cabeza, y…

Este pudo ser, y seguramente lo fue, un domingo cualquiera, de un verano cualquiera, de finales de los años cincuenta o principio de los sesentas del siglo pasado.

Pudo ser, y seguramente la fue, vivido entre el valle de San Vicente, La Zapatera, y una casita pequeña que había en El Huerto de Mané.


Zalamea la Real 31 de Agosto de 2.009
Eusebio Romero Torres