LA ENCINA LA LOCA
Benilde Fernández Alvarez (Zalamea la Real)
Sería casi media tarde cuando decidí dar por terminados mis de¬beres. Hacía ya varios días que no daba mi acostumbrado paseo y sentía una necesidad imperiosa de caminar.
Salí a la calle y como mi casa hace de esquina me detuve un mo¬mento para consultar conmigo mis¬ma, y de acuerdo con mis energías, qué itinerario me gustaría seguir.
Esta decisión no me llevó mu¬cho tiempo, ya que aquí los lugares más frecuentados por este sano de¬porte de pasear son: la visita a la ermita de San Vicente, nuestro Santo Patrón, y a la Encina la Loca, en la carretera de Calañas.
Me decidí por esto último pen¬sando que así me alejaría más del casco de la población, para respirar al aire libre y a la vez disfrutar de un espléndido paisaje, pues dada la altura a que se encuentra este punto de la carretera y por lo descampado del lugar, se pueden contemplar grandes extensiones de terrenos y alguna que otra aldea.
Así que doblé la esquina hacia Padre Gil (antigua calle del Juego de las Bolas), una de las pocas ca¬lles de nuestro pueblo que aún con¬servan su antiguo empedrado, ron¬dando ya muy cerca del siglo.
Nunca me había fijado con tan¬ta atención en aquellas piedras tan juntitas y tan bien colocadas que ahora me daban la impresión de que quisieran acurrucarse unas a otras como temerosas de que, de un día a otro, llegaría la piqueta demoledora a sustituirlas por tos¬cos y rudos adoquines.
Iba caminando por el arroyo, porque a estas calles empedradas antiguamente no les hacían acera¬do, y sólo delante de las puertas acostumbraban a poner unas pie¬dras grandes y planas que les lla¬man lanchas y lajas, y más tarde, al transcurrir los años, que tenían que restaurar las casas, cada cual iba colocando algunas baldosas en su acera.
Estos empedradores, aparte de artesanos, hacían sus trabajos con una gran meticulosidad: Trazaban la línea maestra, una hilera de pie¬dras que nace al comienzo de la ca¬lle hasta el final de la misma, de esta línea con una separación de un metro más o menos, trazaban otras maestras hacia la pared, y después empedraban estos espacios en for¬ma de bóveda, que después, a fuer¬za de apisonar, quedaban como clavadas en la tierra, dándole siem¬pre la corriente hacia la línea maes¬tra en el centro de la calle, por donde habían de correr las aguas: EL ARROYO.
Si estos antiguos empedradores levantaran la cabeza y vieran la maquinaria y al ritmo con que hoy se trabaja, quedarían verdadera¬mente sorprendidos.
Ellos, que aparte de sus manos, apenas si contaban con la machota, el palustre, un cincel y el pisón que ellos mismos se fabricaban de un tronco pesado con un mango largo de palo.
Y fijándose bien, hay que ver las filigranas que hacían estos hom¬bres... Había costumbre que a la puerta de las casas grandes (de los ricos, que se decía antes), en el es¬pacio que cogía la puerta de la casa, formaban como un gran mo¬saico con piedrecitas y chinitos de distinto tamaño y color que eran verdaderas obras de arte. Y en las casas que no había puerta trasera, la puerta falsa que se le llama, se continuaba este fino empedrado desde la calle, pasando por todo el centro de la casa, formando una es¬trecha callecita, hasta el corral o la cuadra, ya que las bestias y ganado tenían que entrar por la puerta principal atravesando toda la casa.
Todavía parece que resuene en mis oídos aquel rung, rung... de los botos de los campesinos al resbalar por las piedras, toda la suela llena de clavos (tachuelas) para que le durasen más, y reservar las botas finas de los domingos y días de ves¬tir.
Lo mismo que cuando las bes¬tias grandes y los caballos pasaban a galope y al contacto de las herra¬duras con las piedras iban despren¬diendo chispas...
Y ahora, me pregunto yo, ¿ven¬drá de aquí la expresión o dicho "Iba echando chispas", "salió que echaba chispas"? Porque a nosotros cuando chiquitillos, y dábamos la lata, nos decían los mayores, ¡vais a salir de aquí echando chispas! Como si nos dijeran ¡vais a salir co¬rriendo!
Distraída que iba con mis re¬cuerdos cuando me di cuenta esta¬ba ya en la carretera dejando al pueblo a mis espaldas. No tardé en dar vista a la "Encina la Loca". En este momento me "picó" la curiosi¬dad por saber de qué le vendría este nombre a la encina. ¡Y mira por dónde!, en la era Chuculí, el punto más alto de la carretera, en una especie de meseta que hace allí el terreno, con varios riscos que so¬bresalen del terreno, y que la gente aprovecha para descansar o pasar un rato, estaba José Gómez Serra¬no, un antiguo vecino mío, que se prestó gustoso a satisfacer mi cu¬riosidad. Y como si se hallara en el patio de su casa y quisiera hacerme los honores de rigor, le adiviné como el impulso de querer acercar¬me una silla, y ante la imposibilidad de arrastrar un risco, fui yo la que hubo de acercarse al sentaete de piedra.
Me contó que había aquí una familia pudiente que tenía varios hijos, entre ellos una hija que esta¬ba loca, y que tenían su capitalito.
Cuando faltaron los padres y partieron los bienes, este trozo de terreno que tenía la encina le tocó en suerte a la hija loca, y cuando la gente, enterada de las particio¬nes, quería saber a quién le había tocado el terreno de la encina, pre¬guntaba ¿a quién le tocó la enci¬na?, a la loca. ¿Y la encina?, de la loca. Esta encina es el único árbol que hay por aquellos pagos y la gente cuando se encaminaba hacia aquellos lugares de la carretera, preguntaba ¿para dónde vais?, para la Encina la Loca. ¿De dónde vienes...?, de la Encina la Loca. Y así fue como la encina quedó "bau¬tizada".
Me despedí de mi vecino, no sin darle antes las gracias por su explicación, y continué mi paseo carretera abajo por aquellos cam¬pos de la Florida, para torcer por el Pilar de las Indias y volver de cara al pueblo.
Cuando llegué al desvío, viendo que aún había bastante claridad, pensé alargar mi paseo hasta la an¬tigua Cruz del Romerito. Esta cruz de gran tamaño, había sido cons¬truida años atrás, en ladrillos vis¬tos, aprovechando un gran risco que sobresalía del terreno para su base, que le serviría de peana.
Donde, a partir de entonces, se vino celebrando la romería de la Divina Pastora, que debido a la afluencia de público y del poco es¬pacio disponible se trasladaría a la ermita que edificaron años más tar¬de, también con su monumental cruz de hierro en el rellano de la ermita.
Al llegar a la cruz, el sol se des¬lizó rápidamente, como si fuera una gran bola de fuego, y desapa¬reció entre los árboles que se divi¬saban en el horizonte. Como lo se¬guí con la vista mientras se ocultaba quedé como cegada du¬rante unos segundos frente a la gran cruz, que mirándola ahora a contraluz me pareció mucho más grande todavía. Resurgieron unos rayos de sol luminosos como si fue¬sen unos potentes reflectores que cruzaban el espacio para iluminar¬me aquella estampa maravillosa que aparecía ante mí, cuyo motivo principal era la cruz.
Miré a mi alrededor para ver si encontraba alguna florecilla o plan¬ta silvestre que pudiera ofrendarle, cosa que no fue posible en aquel terreno pedregoso, y hube de con¬formarme ofreciéndole mis rezos. Por unos segundos creí que mis pies se levantaban de la tierra. Un motor que pasaba por la carretera me hizo volver a la realidad y me alejé de allí altamente emocionada, mientras le hacía la ofrenda de este sentido poema.
Iba dándome un paseo
más allá de la Florida.
Vi por aquel monte olvidado
sobre su peñasco erguida,
la antigua Cruz de Romeros.
Yo no diría que altiva,
porque una cruz no ha de serlo,
pero sí muy resentida
porque se marchó su pueblo,
a festejar a la ermita,
a la nueva cruz de hierro.
Ya más bien anochecía. Volví a mirarla de lejos me pareció muy bonita como pintada en el cielo. Si algún día la visitas... ¡No olvides llevar romero!
Toda vez que ya se había pues¬to el sol decidí volver por el mismo camino que me había llevado, por lo que al subir el repecho de la era, me encontré de nuevo con la enci-na. Motivo éste que trajo a mi me¬moria un hecho ocurrido años atrás que me contó el abuelo de mi yer¬no, Sebastián Cruzado (que Dios tenga en su gloria).
Cierto día apareció colgado de una encina un hombre, cuyo moti¬vo no viene a cuento. Hecho por el cual aquel árbol sería ya para to¬dos y para siempre la Encina del Ahorcado.
Una tarde que un veraneante salió al campo a dar un paseo, cuando se dio cuenta, se había ale¬jado algo más de lo que pensara y quiso acortar terreno atajando por un pequeño cerro de monte bajo, por unos caminos de cabras. Cuan¬do ya llevaba andado un trecho, le pareció oír unos ruidos de hojaras¬cas y como si algo se moviera entre el monte y además le siguiera. Al notar que los ruidos no cesaban, empezó a impacientarse. Al otro lado del monte divisó la Encina del Ahorcado, y como él ignoraba lo sucedido en ella, trató de alcanzar¬la lo más pronto posible para tre¬par por ella, toda vez que los rui¬dos no dejaban de sonar. Así que en cuanto llegó a ella se encaramó en lo más alto y se dijo: ¡De aquí no me bajo hasta que pase alguien!
Cerca de allí dos hombres que trabajaban unas tierras y acababan de dar de manos, recogieron su ha¬tillo y se dispusieron a volver al pueblo, el camino acostumbrado, por ser el más corto, era el de la Encina del Ahorcado.
Como ya iba oscureciendo, uno de ellos dijo al otro: —Yo no me voy por ahí.
— ¿Por qué?, preguntó el com¬pañero.
—Porque yo no paso a estas ho¬ras por ese lugar.
Y se volvieron cada cual por caminos distintos.
El que se había tenido por más valiente, a medida que se aproximaba a la encina ya iba notando una cierta "pelusilla" y ya se sentía arrepentido de haberlo hecho. Creyendo darse ánimos a sí mismo, cuando estuvo debajo de ella gritó: ¿Ahorcado estás ahí?
—¡Espérate que me voy contigo!, contestó el que estaba arriba, y dando un salto cayó a su vera. ¡Y echaron a correr como almas que lleva el diablo!
Estoy segura que si a estos hombres les hubiesen cronometrado la carrera todavía no les hubiesen superado la marca.
Benilde Fernández Álvarez