Cuando era pequeña, era mi fiesta preferida. Yo vivía en el barrio. Tenia una alcancía, durante todo el año, para cuando llegaran estas fechas. San Juan, simbolizaba para mi: alegría y mucha felicidad.
El colegio finalizaba, comenzaba el verano, la época del año que más me gustaba. Recuerdo el carro de los helados que venía por las calles. El primer helado que me comía, al comenzar el verano, me sabía a gloria. Días antes de comenzar la fiesta, empezaban a llegar los cacharritos. Los coches, las voladoras y las cunitas. Los propietarios de éstas siempre estaban vestidos de negro.
Mis cunitas, porque yo las consideraba como mías, las colocaban siempre frente de mi casa. Cuando los demás niños estaban montados, me encantaba mirar y observar. La cuna tenía cabida para dos personas. Todo consistía en hacer la máxima fuerza posible para subir muy alto. Al comenzar, el dueño daba unos pequeños toques para remontar la cuna. Sus ocupantes, hasta coger altura, iban de pie para poder hacer fuerza. Los hombres de mucha corpulencia, alcanzaban alturas un poco peligrosas. Se veían obligados a frenar varias veces. Podía pasar también, que se diera la “vuelta campana”.
Al acabar el tiempo que duraba el billete, el encargado iba frenando la cuna sobre una tabla de madera, que desprendía un olor característico. Pero cuando yo me montaba, me sentía la niña mas feliz del mundo. Entregaba mi pase, esperaba a que nos empujaran un poco y comenzaba nuestro viaje.
Había que hacer mucha fuerza para llegar lo más alto posible. Frente estaba mi compañera con un gesto sonriente: era el reflejo de mi cara. A medida que pasaba el tiempo, ganábamos altura. Y cuanto más alto llegábamos, nos sonaba la campana y las frenadas y el olor a madera. Al bajar de la cuna, la sensación, de que las piernas no las controlas, como si estuvieras flotando. Habíamos besado las estrellas y el cielo. Sensación de bienestar. Aquello era indescriptible. Estos recuerdos vivirán para siempre en mi corazón.
Y para los más jóvenes y menos jóvenes, me han contado los mayores, algo que yo no he conocido, sobre la fiesta de San Juan.
Antiguamente, las gentes sacaban sus mesas a las puertas de sus casas, colocaban el ponche típico hecho con casera, melocotón, azúcar, canela y vino blanco. No podían faltar los altramuces. Éstos se los compraban a una mujer mayor que se apodaba Francisca la Zolla. Su trabajo, consistía en endulzar los altramuces, metiéndolos en tinajas de agua y después los cocía. Pasado este proceso, los metía en agua con sal. Dicha mujer era la abuela de mi madre, mi bisabuela.
Se invitaba a todo el que pasara por allí. Hacían sus bailes, en la misma calle San Sebastián. Colocaban sus pirulitos, que consistía en adornar maderos muy altos, con banderines y flores de papel. Existía un premio, al pirulito más original. Acudían los puestos de turrón, de tirapichón , de dulces y muchos más. En algunas casas montaban unas pequeñas verbenas adornadas con ramas de palmeras y farolillos de papel. Y así, la gente de aquel tiempo se divertía como podía. Un día la banda de música solía subir a tocar.
Quisiera tener un recuerdo para todas las personas que ya no están, de las calles San Sebastián y San Juan. Buenas gentes, que sabían muy bien lo que era ganarse la vida con esfuerzo, trabajo y honradez. Con lo poquito que tenían, eran capaces de ser felices y amar. ¡ No se podía pedir más !.
Un abrazo a todos y FELIZ SAN JUAN.
Conce Ruiz Romero