Un buen amigo de
Así que en esos momentos dije; haber si puedo encontrar a la persona que lo escribió, con el único motivo de seguir investigando el suceso.
El relato empieza así:
Verano del 36, guerra mala se extendía por toda Andalucía, odio que engendra dolor, miseria y desolación; en los últimos momentos hombres humildes huyeron de sus casas y sus tierras, abandonados a su suerte por traidores, demagogos que les dejaron al borde del mismo hacha criminal. Su delito sólo acaso, haberse embarcado en la nave de la libertad, mal dirigida a veces hasta por fariseos de todos los cultos que pescar en aguas revueltas. Así las cosas, acaecieron crímenes horrendos, despiadados y odiosos como el que trato de narrar.
Era una vez un hombre, humilde y trabajador, que por más señas cojeaba visiblemente, y auxiliado por un bastón, fue hortelano, carbonero y pastor obligado a veces abandonar su pueblo para ganarse el sustento, su nombre, casi no importa por ser baladí, llamémosle Manuel.
Corría el temerario verano de 1936, de infausto recuerdo, Manuel, antes la evolución de los acontecimientos, anciano ya, pensó abandonar su pueblo y se fue a la sierra esperando quizás que aquello fuese cosa de unos días. Y así lo hizo. Cogió una talega, unos panes, un trozo de tocino y una pequeña navaja, comenzó a caminar dificultosamente, quizás guiado sólo por el instinto de conservación. Se adentró en la abrupta sierra que él ya conocía y, al amparo de unas rocas ubicadas en un lugar estratégico con gran campo de visión y se dispuso a esperar y, tan larga fue la espera y la soledad, que un día, acertó a pasar por aquellos agrestes parajes un carbonero del lugar, que en aquellos días de forma legar labraba un bolinche de carbón por aquellas latitudes.
-¡Romualdito! A ver si puedes hacerme el favor de traerme mañana una caja de cerillos. Porque aquí sin lumbre es realmente muy duro, tan duro cómo la soledad misma.
-No te preocupes Manuel, mañana te las voy a traer.
-Yo te esperaré abajo en la ribera, al lado de aquella adelfa.
Él se retiró a su guarida, esperando pronto poder hacer fuego para aminorar el rigor del invierno que se acercaba.
Al día siguiente muy temprano, bajó a la ribera, cuando las gotas del rocío adornaban como perlas transparentes jaras, lentiscos y madroños con aromas balsámicos y penetrantes del almoradux y del tomillo franciscano. Arriba, en lo más alto, en un viejo alcornoque, unos arrendajos avizores gritaban desaforadamente como avisando de la espeluznante tragedia que se avecinaba, pues parecían interpretar el himno de la traición y de la muerte.
Por el estrecho camino que serpenteaba la ribera, entre frondosos matorrales aparece Romualdito.
-¿Adónde estas?
-Toma los cerillos Manuel.
-Gracias, muchas gracias Romualdo, no sabes cuanto te los agradezco.
Al terminar dicho diálogo, voces de muerte sonaron por barrancos y veredas.
-¡Alto! ¡No te muevas!
Manuel, ocultándose entre el ramaje, consiguió despistar por unos momentos a sus perseguidores, hasta ocultarse en una tupida mancha de coscojales.
Cuando el jefe de las fuerza lo había dado ya por perdido, gritó -¿Judas?, desde lo alto de una loma próxima (el recadero de los cerillos).
-¡Allí, allí está, en la mancha de coscojales!
A verse descubierto y traicionado nuevamente, le dijo al guía que acompañaba a las fuerzas, que también conocía.
-Tocayo no tirar, que yo me voy a entregar.
Bajo al camino y, comenzó andar hacia donde le dijeron. Y preguntó.
-¿Tocayo, me pasará a mi algo?
-Hombre yo que sé tocayo.
El jefe de las fuerzas, comentó. -En verdad yo no hallo mal en él, pero tenemos que rematar nuestro trabajo, mejor aquí y ahora, con el fin de que el hecho no trascienda en el pueblo. Y pidió un voluntario entre los nativos para fusilarlo.
Cuando había andado más de cien metros, el voluntario disparó un tiro por la espalda cayendo inerte sobre una tierra que avergonzada por el espeluznante crimen, se estremeció, algunos pájaros volaron despavoridos. Por si alguna vida le quedaba al desdichado, su tocayo le dio sobre la sien el tiro de gracia, poniendo fin a uno de los crímenes más absurdos, execrables y violento que más han escandalizado a las conciencias del mundo occidental.
Al cabo de unas horas, tres hombres buenos fueron comisionados para darles sepultura en aquel barranco hondo, donde el viento canta, donde juegan las mariposas doradas, con el olor del montaraz a almoradux, jaras y cantuesos.
Al darle la vuelta al cuerpo, rígido ya, algunas avispas habían acudido al lugar del crimen. En sus bolsillos aparecieron un mechero de metal, una mecha, una pequeña navaja, un membrillo y medio de otro como únicas pertenencias. Pertenencias que los enterradores se repartieron entre ellos, como los soldados romanos la túnica de Jesús.
Una piedra grande y alargada, fue colocada sobre su sepulcro. Algunos años más tardes creció al lado mismo de la tumba la adelfa más florida y frondosa de la ribera, como homenaje póstumo al más anónimo mártir de la libertad.
El tiempo pasó y su memoria no ha sido aún rehabilitada y, para más oprobio, ni siquiera figuró nunca en las listas de la represión.
Años después, solo se oyó la voz de una hermana de él, que en
Otoño, octubre 2008