En estas fechas que corren habría que saludar con júbilo la reciente publicación de la segunda carta encíclica del papa Benedicto XVI, sobre la Esperanza (SPE SALVI). Esta se presenta con carácter rabiosamente actual. Mas este aspecto de actualidad no se lo da, única ni principalmente, su temática puesta en relación con las fechas que corren: la natividad del auténtico mesias. Más que esto, su actualidad se la proporciona la época cultural, el periodo epocal por el que la humanidad transcurre en estos momentos. A mi juicio, la carta encíclica es actual por su análisis del concepto de esperanza y su aplicación a la época actual.
Hoy estamos en una época de desesperanza. Desesperar es tomar conciencia de que nuestros males se perpetúan. Ante este estado de conciencia, se presenta con viso de verosimilitud el siguiente pensamiento: el mal que me oprime se me ha hecho consubstancial; ya no puedo desprenderme de él. El único medio que elimina este mal “consubstancializado” es un medio que también acaba conmigo. ¿A qué medio nos referimos sino a la muerte? ¡Esa extraña sanadora que acaba con los males eliminando a sus portadores! Desesperar es, como decía Gabriel Marcel, «capitular, y capitular es ser fascinado por la idea de la propia destrucción hasta el punto de anticiparse a esta destrucción misma».
Ahora bien, la desesperanza propia de nuestra época, ¿a quién tiene por objeto? Estaríamos tentados a responder que a la humanidad, pero surge la cuestión: ¿dónde está la humanidad? ¿Quién es esa humanidad? ¿Alguien la ha visto? No caigamos en el error de dejarnos atrapar por el espíritu de abstracción. Volvamos a lo concreto. Así, el sujeto desesperanzado soy yo, tu, nosotros; el hombre de carne y huesos; mi vecino; mi prójimo. Por doquier se ven casos concretos de este estado de desesperanza al que me quiero referir. No hay mas que avistar alrededor y ver cómo se producen, por ejemplo (no cito más ejemplos por no extenderme, pero habría más: eutanasia, guerras, terrorismo, manipulación, etc.), infinidad de casos abortivos sin control ni legalidad. ¿No es esto un acto de desesperanza? Como dijimos más arriba, desesperar es contemplar nuestros males como irremediables, o dicho de otro modo, sólo remediables mediante la muerte. Luego, la desesperanza es la muerte, esto es, la cultura de la desesperanza es la cultura de la muerte. ¿No es esta cultura la que hoy se impone?
Contra este estado de desesperanza viene a prevenirnos la encíclica del papa. Ésta, además de un exhaustivo y acertado análisis de las causas filosófico e históricas que han producido este estado, viene a aportar un mensaje de esperanza totalmente necesario. Según dice, «la vida no es el simple producto de las leyes y de la casualidad de la materia, sino que en todo, y al mismo tiempo por encima de todo, hay una voluntad personal, hay un Espíritu que en Jesús se ha revelado como Amor». Este es el mensaje que da el papa y por el cual ya no podríamos ser estoicos. El estoicismo pertenecería a un clima espiritual ya superado por el mensaje del cristianismo. Ya no basta con “soportar” o aceptar lo inevitable, el destino. Ahora el destino está en nuestras manos, se ha transformado en espíritu, en libertad. Las reglas del juego han perdido su ceguera; ya no se trata de un destino ciego, sino de un destino personal, amoroso. He ahí la razón fundamental para la esperanza. Si viéramos el destino como un cúmulo de fuerzas naturales sometidas a sus propias leyes, no cabría sitio a la esperanza. Esta surge de la creencia o confianza en alguien, que no en algo. Alguien con el que me puedo relacionar, con el que puedo entablar una relación entre un yo y un tú, una relación de confianza, de fe. Por ello, en un espléndido análisis de un texto del capítulo undécimo de la Carta a los Hebreos, el papa viene a dar un atinadísima descripción de la fe: «La fe no es solamente un tender de la persona hacia lo que ha de venir, y que está todavía totalmente ausente; la fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una «prueba» de lo que aún no se ve. Ésta atrae al futuro dentro del presente, de modo que el futuro ya no es el puro «todavía-no». El hecho de que este futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras». Es decir, la fe es un modo de situación; de estar en la realidad; de alcanzarla. Es experiencia de realidad, y como toda experiencia es actual, pero con una actualidad desbordada (horizontal) hacia el pasado y, sobre todo, hacia el futuro. Por ello exige la transformación de los estados de cosas. La esperanza es un estado, no psicológico sino ontológico, del sujeto por el que el mundo ya no está abocado al fracaso de la vida, por el que ya no reina la cultura de la muerte. Se trata más bien de todo lo contrario. Una persona esperanzada es la que trata de solventar el mal, no con mal, sino con dosis de bien y de verdad. He ahí su trascendencia.