Todos hemos sido niños. Llegados a cierta edad, la mente infantil busca recursos para salir del paso de situaciones que les son desfavorables o desconocidas, y uno de esos recursos es la mentira. Son etapas por las que todos pasamos, y a todos nos han recriminado en mayor o menor medida estos comportamientos, y con el tiempo llegamos a comprender y prever las consecuencias de nuestros actos gracias a nuestros padres, abuelos, hermanos, amigos y también en nuestro entorno escolar. Ellos, sobre todo nuestros familiares, son los responsables últimos de inculcar los valores éticos que promueven en la persona la convivencia y el respeto por los demás.
Tratamos de que nuestros hijos crezcan en un ambiente de tolerancia, respeto, empatía y generosidad. Queremos que a nuestros hijos se les califique con esos adjetivos, que sean conscientes de la importancia que tiene de cara a la convivencia con familiares, amigos, vecinos, compañeros o incluso con el más absoluto desconocido.
El problema surge cuando en el entorno del niño no se promocionan estos comportamientos, o al menos no debidamente. En estos casos, la mentira es un recurso que el niño puede esgrimir como costumbre si ve que le funciona, por la excesiva confianza de sus padres o simplemente por la desidia de estos progenitores a la hora de contrastar las diferentes versiones de un mismo hecho.
Se dice que las mentiras “tienen las patas muy cortas” o que “se coge antes a un mentiroso que a un cojo” (la sabiduría del refranero popular). Esto suele ser así, incluso si los padres de un niño que miente sobre otra persona se ciegan en su burbuja de soberbia y se parapetan en la típica frase “mi hijo a mí no me miente”, sin pensar por un momento en las consecuencias, en ocasiones graves, que pueden tener las injurias que su hijo profesa sobre otras personas.
Recientemente se ha dado un caso cercano en el que una niña miente sobre un maestro acusándole de lanzarla escaleras abajo, causándole lesiones. Ni cortos ni perezosos, los padres se apresuraron a denunciar al maestro ante la Policía Local, sin cuestionarse siquiera tan terrible acusación o quizás acudir al colegio a aclarar lo sucedido.
A día de hoy, está probada la inocencia de dicho maestro, ya que por suerte el colegio donde ocurrieron los hechos dispone de cámaras de vigilancia que pudieron captar los momentos en cuestión y arrojan esclarecedora luz sobre el caso. Pero, al ser un asunto tan delicado, tipificado como delito por el código penal, el caso se resolverá irremediablemente ante un Tribunal.
Y al maestro objeto de las injurias de la niña, le espera un tiempo de ansiedad, preocupación y desasosiego cuanto menos, a la espera del juicio. Eso sin mencionar lo que supone para su profesionalidad y honradez, después de tantos años de esfuerzo y dedicación en una profesión tan denostada y tan complicada a la vez. En esta sociedad en la que vivimos, hemos pasado de no dar importancia a los niños a encumbrarlos sobremanera, dándoles el poder de destrozar la vida de otra persona con sus mentiras. Y de judicializarlo todo, en vez de usar la palabra (programas como Sálvame, entre otros, supongo que habrá contribuido al uso de la denuncia fácil y a la acusación gratuita). Esperemos que todo salga bien y que se quede solo en una mala experiencia para el maestro, que ha pedido que cambien a la niña de clase y no ha sido atendido en sus peticiones ni por el Director del centro ni por el Inspector de Educación, y por tanto, estando expuesto día tras día a ser objeto de alguna otra acusación todavía peor…
Y lo malo es que nadie gana con esto. Todos salen perdiendo.
Una madre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario