Un día de finales de Noviembre de mil novecientos ochenta y cuatro un joven Presidente de Gobierno. Felipe González, se reunía en La Moncloa con el entonces mejor naturalista de España. Jesús Garzón, a fin de contrastar opiniones y buscar fórmulas sobre un modelo de gestión ambiental diferente a las viejas directrices de un ICONA dirigido por técnicos formados en la escuela germánica del franquismo que consideraban al bosque como una fuente de bienes ordenados a la producción de madera, caza y poco más.
Fueron aquellos tiempos de esperanza e ilusiones para los que amábamos el campo. Desde los inicios de la democracia y en una tele de colores desvaídos. Rodríguez de la Fuente encandilaba a toda una generación de ecologistas en ciernes con su verbo apasionado. La revista Quercus no se había convertido aún en una hojita parroquial y desde sus páginas se denunciaban las barbaridades que los gestores de nuestra naturaleza estaban cometiendo en los campos de la vieja Iberia: aterrazamientos, erradicación de bosque autóctono, siembras de estricnina y extinción de "alimañas". Otra forma de relación entre el hombre y el medio natural se iba abriendo camino en la mentalidad de una ciudadanía que, hasta entonces, estaba convencida de la bondad del viejo refrán español que dice: bicho que corre o vuela, a la cazuela.
Mucho tiempo ha pasado desde aquellas fechas y a lo largo de mas de un cuarto de siglo los poderes públicos optaron, creo que con sensatez, por no romper bruscamente con viejas costumbres y malos usos a fin de evitar graves tensiones sociales. Y así. al correr del tiempo, se fueron creando Organismos nuevos, se protegieron áreas de valor biológico o paisajístico ordenando a la vez el territorio nacional bajo el manto de una trama legal extensa. El problema está en que, por su misma complejidad, estas actuaciones tienen al día de hoy enormes carencias y defectos que no procede analizar en un corto artículo pero sí decir que, bajo una perspectiva local, son evidentes dos cosas: con demasiada frecuencia la legislación actual no se cumple y la faja central de Huelva, a la que por extensión llamamos El Andévalo, ha sido excluida de las zonas especialmente protegidas. Esas son las causas -y no precisamente las únicas- de la situación ambiental de nuestros campos que no parecen reflejar, visto su estado, un modelo eficaz de conservación.
Desde los altos de La Mimbrera, frente al mirador natural de la Sierra del Águila o recorriendo el viejo camino Canarias que nos lleva desde Chinflón a Peñas Blancas tenemos la sensación de estar inmersos en un campo definido por su valor ecológico. Soledad, masas forestales y rincones donde a veces nos sorprende la estampida de una manada de ciervos, hozan los jabatos o vemos suspendida en lo alto una culebrera o una bandada de buitres. Esta apreciación de naturaleza "virgen" es falsa y ello no escapa a la mirada de un experto. Los paisajes del término de Zalamea presentan hoy severos estadios degradativos y son muy diferentes a los que vivieron nuestros abuelos, cuando una vieja cultura agraria se asentaba en ellos y sus hombres vivían del campo y para el campo. Y de esta situación tienen su parte de culpa la dejadez administrativa, la ausencia de investigación y la indiferencia de amplios sectores de la sociedad zalameña a la que los problemas ambientales les son ajenos por falta de información.
Y si alguien estima que lo anteriormente escrito es una opinión personal exagerada, a continuación expongo algunas evidencias fácilmente constatables. Aquí, en nuestro entorno próximo, se siguen realizando cortas a matarrasa de eucaliptales en plena primavera, se abancalan laderas y cada cual, según su capricho o interés, puede cercar con mallas ganaderas limitando el flujo genético de muchas especies. Aquí, en nuestro entorno próximo, se ha permitido que alambradas cinegéticas corten de orilla a orilla cursos de agua, se impida el acceso a caminos ancestrales y se altere con manejos agrarios, sin más sentido que una discutible rentabilidad, la reproducción de animales protegidos. Aquí, en nuestro entorno próximo, las riveras son un pestilente estercolero donde vierten sin depurar los residuos urbanos y una extensa área con potenciales valores ecológicos que en otros tiempos fue coto nacional de caza está cruzada hoy por anchos carriles innecesarios donde, rotas las vallas, campan por sus respetos motos enduro y "cuads". Aquí, en nuestro entorno próximo, se pueden limpiar de monte extensas fincas solicitando un simple permiso administrativo sin que ninguno de los lumbreras que manejan el cotarro haya caído en cuenta de que en los discos de los tractores sin desinfectar se trasladan las esporas del hongo que puede acabar a medio plazo con nuestros encinares.
Es sólo una muestra. Queda por saber en qué manera éstas y otras acciones inciden en lo que hoy, pomposamente, llamamos biodiversidad. Yo lo ignoro pero sí afirmo que nadie lo sabe porque a los gestores de la cosa no se les ha ocurrido ordenar estudios rigurosos de biología ambiental, seguramente por no complicarse la vida desde sus sillones oficiales. Es más cómodo hablar de especies emblemáticas, proteger un árbol singular sobre el papel o dedicar tiempo y dinero a estudiar la dispersión del murciélago orejudo, por ejemplo, que encarar problemas reales.
Estas carencias las está pagando nuestra fauna. Un censo realizado a principios de los noventa reveló que, aparte invernantes, de paso o introducidas, se reproducían en estas tierras noventa y siete especies de aves, treinta y seis de mamíferos, diecisiete de reptiles, doce de anfibios y dos de peces. Ciento sesenta y cuatro vertebrados en total de los que eran escasos veinticuatro, dieciséis estaban en expansión y el resto parecía conservar efectivos adecuados. La dinámica de poblaciones fue estudiada por comparación con los datos de otro censo, anterior en veinte años, que ya constataba la desaparición de dos especies de gran porte y el declive de los pequeños carnívoros, fenómeno achacable entonces a la mixomatosis. En cuando a la diversidad, los dos censos revelaban una situación semejante: habitaban la zona un número sensiblemente igual de especies transcurridas dos décadas aunque habían disminuido sus densidades y aparecía un aumento de animales con bajos requerimientos ecológicos en detrimento de otros más exigentes en cuanto a hábitat y alimentación. Es decir, ya se detectaban en aquellas épocas graves modificaciones en esta biocenosis que había permanecido invariable durante siglos.
Desde entonces no hay estudios que puedan informarnos de la situación actual de la fauna en estos campos pero es evidente que en ellos todo animal salvaje sin rentabilidad aparente y que no sea oportunista presenta hoy problemas de supervivencia. Esto lo detectan muy bien los cazadores y campesinos que conocen el término de Zalamea. Cada vez son más escasos ciertos "bichos" y la visualización de algunas especies que en otros tiempos fueron comunes constituye actualmente una novedad.
Derivamos hacia un campo cuadriculado y chato, con una ganadería no diversificada y un aumento en biomasa de caza mayor y animales adaptables con amplio espectro alimentario. Estamos perdiendo una parcela -otra más- de nuestro patrimonio común sin tener conciencia de ello. Y. ante esta situación, es lamentable que nadie tome medidas: ni los políticos indoctos con capacidad de gestión ni aquellos que se definen como profesionales y pasan el tiempo dormitando a la dulce sombra del sueldo seguro y el carguete.
Ricardo Gómez Ruiz
Fueron aquellos tiempos de esperanza e ilusiones para los que amábamos el campo. Desde los inicios de la democracia y en una tele de colores desvaídos. Rodríguez de la Fuente encandilaba a toda una generación de ecologistas en ciernes con su verbo apasionado. La revista Quercus no se había convertido aún en una hojita parroquial y desde sus páginas se denunciaban las barbaridades que los gestores de nuestra naturaleza estaban cometiendo en los campos de la vieja Iberia: aterrazamientos, erradicación de bosque autóctono, siembras de estricnina y extinción de "alimañas". Otra forma de relación entre el hombre y el medio natural se iba abriendo camino en la mentalidad de una ciudadanía que, hasta entonces, estaba convencida de la bondad del viejo refrán español que dice: bicho que corre o vuela, a la cazuela.
Mucho tiempo ha pasado desde aquellas fechas y a lo largo de mas de un cuarto de siglo los poderes públicos optaron, creo que con sensatez, por no romper bruscamente con viejas costumbres y malos usos a fin de evitar graves tensiones sociales. Y así. al correr del tiempo, se fueron creando Organismos nuevos, se protegieron áreas de valor biológico o paisajístico ordenando a la vez el territorio nacional bajo el manto de una trama legal extensa. El problema está en que, por su misma complejidad, estas actuaciones tienen al día de hoy enormes carencias y defectos que no procede analizar en un corto artículo pero sí decir que, bajo una perspectiva local, son evidentes dos cosas: con demasiada frecuencia la legislación actual no se cumple y la faja central de Huelva, a la que por extensión llamamos El Andévalo, ha sido excluida de las zonas especialmente protegidas. Esas son las causas -y no precisamente las únicas- de la situación ambiental de nuestros campos que no parecen reflejar, visto su estado, un modelo eficaz de conservación.
Desde los altos de La Mimbrera, frente al mirador natural de la Sierra del Águila o recorriendo el viejo camino Canarias que nos lleva desde Chinflón a Peñas Blancas tenemos la sensación de estar inmersos en un campo definido por su valor ecológico. Soledad, masas forestales y rincones donde a veces nos sorprende la estampida de una manada de ciervos, hozan los jabatos o vemos suspendida en lo alto una culebrera o una bandada de buitres. Esta apreciación de naturaleza "virgen" es falsa y ello no escapa a la mirada de un experto. Los paisajes del término de Zalamea presentan hoy severos estadios degradativos y son muy diferentes a los que vivieron nuestros abuelos, cuando una vieja cultura agraria se asentaba en ellos y sus hombres vivían del campo y para el campo. Y de esta situación tienen su parte de culpa la dejadez administrativa, la ausencia de investigación y la indiferencia de amplios sectores de la sociedad zalameña a la que los problemas ambientales les son ajenos por falta de información.
Y si alguien estima que lo anteriormente escrito es una opinión personal exagerada, a continuación expongo algunas evidencias fácilmente constatables. Aquí, en nuestro entorno próximo, se siguen realizando cortas a matarrasa de eucaliptales en plena primavera, se abancalan laderas y cada cual, según su capricho o interés, puede cercar con mallas ganaderas limitando el flujo genético de muchas especies. Aquí, en nuestro entorno próximo, se ha permitido que alambradas cinegéticas corten de orilla a orilla cursos de agua, se impida el acceso a caminos ancestrales y se altere con manejos agrarios, sin más sentido que una discutible rentabilidad, la reproducción de animales protegidos. Aquí, en nuestro entorno próximo, las riveras son un pestilente estercolero donde vierten sin depurar los residuos urbanos y una extensa área con potenciales valores ecológicos que en otros tiempos fue coto nacional de caza está cruzada hoy por anchos carriles innecesarios donde, rotas las vallas, campan por sus respetos motos enduro y "cuads". Aquí, en nuestro entorno próximo, se pueden limpiar de monte extensas fincas solicitando un simple permiso administrativo sin que ninguno de los lumbreras que manejan el cotarro haya caído en cuenta de que en los discos de los tractores sin desinfectar se trasladan las esporas del hongo que puede acabar a medio plazo con nuestros encinares.
Es sólo una muestra. Queda por saber en qué manera éstas y otras acciones inciden en lo que hoy, pomposamente, llamamos biodiversidad. Yo lo ignoro pero sí afirmo que nadie lo sabe porque a los gestores de la cosa no se les ha ocurrido ordenar estudios rigurosos de biología ambiental, seguramente por no complicarse la vida desde sus sillones oficiales. Es más cómodo hablar de especies emblemáticas, proteger un árbol singular sobre el papel o dedicar tiempo y dinero a estudiar la dispersión del murciélago orejudo, por ejemplo, que encarar problemas reales.
Estas carencias las está pagando nuestra fauna. Un censo realizado a principios de los noventa reveló que, aparte invernantes, de paso o introducidas, se reproducían en estas tierras noventa y siete especies de aves, treinta y seis de mamíferos, diecisiete de reptiles, doce de anfibios y dos de peces. Ciento sesenta y cuatro vertebrados en total de los que eran escasos veinticuatro, dieciséis estaban en expansión y el resto parecía conservar efectivos adecuados. La dinámica de poblaciones fue estudiada por comparación con los datos de otro censo, anterior en veinte años, que ya constataba la desaparición de dos especies de gran porte y el declive de los pequeños carnívoros, fenómeno achacable entonces a la mixomatosis. En cuando a la diversidad, los dos censos revelaban una situación semejante: habitaban la zona un número sensiblemente igual de especies transcurridas dos décadas aunque habían disminuido sus densidades y aparecía un aumento de animales con bajos requerimientos ecológicos en detrimento de otros más exigentes en cuanto a hábitat y alimentación. Es decir, ya se detectaban en aquellas épocas graves modificaciones en esta biocenosis que había permanecido invariable durante siglos.
Desde entonces no hay estudios que puedan informarnos de la situación actual de la fauna en estos campos pero es evidente que en ellos todo animal salvaje sin rentabilidad aparente y que no sea oportunista presenta hoy problemas de supervivencia. Esto lo detectan muy bien los cazadores y campesinos que conocen el término de Zalamea. Cada vez son más escasos ciertos "bichos" y la visualización de algunas especies que en otros tiempos fueron comunes constituye actualmente una novedad.
Derivamos hacia un campo cuadriculado y chato, con una ganadería no diversificada y un aumento en biomasa de caza mayor y animales adaptables con amplio espectro alimentario. Estamos perdiendo una parcela -otra más- de nuestro patrimonio común sin tener conciencia de ello. Y. ante esta situación, es lamentable que nadie tome medidas: ni los políticos indoctos con capacidad de gestión ni aquellos que se definen como profesionales y pasan el tiempo dormitando a la dulce sombra del sueldo seguro y el carguete.
Ricardo Gómez Ruiz