La palabra se ahueca de negro cuando uno se impone la disciplina de buscar metáforas a la tarde del Viernes Santo. Zalamea se aflige en el dolor para realizar una estación de penitencia solemne y añeja. La Soledad, en el máximo abatimiento y desconsuelo, camina hacia el Santo Sepulcro.
El riguroso luto de plañideras y túnicas atrajo la luminosidad de la tarde para teñirla conmovedora ante las miradas que se reflejaban en la urna del Cristo Yacente. El pueblo venía enmudecido con la madrugá, y bajo los pies de su Señor procesionó compungido para depositarlo en el Santo Sepulcro.
A sus pasos, el agotamiento de una madre apesadumbrada bajo la Cruz que, en su procesión, fue más Soledad que nunca. San Juan El Evangelista, está en proceso de restauración y no pudo acompañar en el dolor a la Virgen María. Juan fue el único de los Apóstoles que estuvo al pie de la Cruz con la Virgen María y las otras piadosas mujeres, y fue él quien recibió el sublime encargo de tomar bajo su cuidado a la Madre del Redentor. "Mujer, he ahí a tu hijo", murmuró Jesús a su Madre desde la cruz. "He ahí a tu madre", le dijo a Juan. Y desde aquel momento, el discípulo la tomó como suya.
Tras los oficios del Santo Entierro en el Sepulcro, Zalamea se recogió para celebrar la Vía Sacra al son de la Esquila y la corneta. La conversión de las almas inició, como es tradición desde 1776, su singular recorrido por las quince estaciones para buscar el milagro y resurrección de Cristo.