jueves, 7 de septiembre de 2006

Ius familiae

Me pongo en el pellejo del barcelonés -aunque zalameño de origen- Esteban Caballero y me duele imaginar su feroz desconcierto al ver cómo entre el juzgado de Aracena y la Guardia Civil le impedían juntar los huesos de sus dos abuelos paternos (enterrados en una más de las fosas silvestres cavadas por el odio durante la Guerra Civil) para llevarlos a camposanto con 70 años de retraso. No me digan que no resulta ciertamente curioso cómo reacciona de raudo el Estado de Derecho en cuanto una quincena de vecinos cogen el sacho y empiezan a remover tierra y oprobio en medio del campo, bajo la presidencia compartida por el sol de finales de agosto y la bandera republicana del valverdeño Arturo Carrasco, incapaz de ondear de puro sofoco (a la tricolor me refiero, claro). Antes -cuatro décadas de dictadura; 30 años de democracia- no hubo prisa alguna por verificar los ADN de esos sin nombre ni tampoco coches fúnebres agazapados en la cuneta hasta que aparezcan los cráneos, probablemente por aquella vieja teoría penalista de que la muerte nos cosifica y, por tanto, no habría contradicción jurídica mayor que reivindicar el «cuerpo de derechos» de un esqueleto. Habrá que pensar, en definitiva, que el problema surge cuando un húmero no sale del subsuelo «de manera natural» (¿reflotado quizá?), sino tras un movimiento artificial de tierras; y cuando encima la osamenta no se la reparte una jauría de perros con el hocico, sino que va a parar a manos de un nieto que lleva desde niño callando la historia familiar y soñando con depositar algún día los restos de sus abuelos fusilados en un nicho del cementerio, pagando los correspondientes impuestos municipales... He podido hablar estos días atrás -y no en torno a un café como le prometí- con uno de esos «sospechosos habituales» a los que los agentes de la Benemérita estuvieron tomando declaración hace un par de sábados en Zalamea, durante la exhumación de los cadáveres de los campesinos Francisco Caballero y Rosario Palmar. Hablo de mi tocayo y amigo Manolo Pichardo Bolaños, que tiene claro que, en la próxima excavación, al representante de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado que le interrogue le dirá que estaba dando una vuelta con unos amigos «buscando gurumelos», y que la Amanita ponderosa suele esconderse bajo tierra... Muy por encima de las críticas que puedan recibir algunas asociaciones para la recuperación de la memoria histórica, está el derecho de una familia a recuperar los restos de sus asesinados. El que reclamaría cualquier nieto de bien, el que asiste a todo hijo de Dios, el que nadie al que le lata el corazón sería capaz de negarle a una madre. Ese derecho que, por desgracia, no cuenta con una tutela judicial efectiva.

Manuel Becerro Pérez.
http//perspectivaonubense.blogspot.com